15 de julio de 2007

Igual que Run Run

Ya me voy. Vuelvo al norte en unos días y todo es incertidumbre.

Este no saber me gusta y lo detesto. Como si fuera una droga que intento dejar pero me es vital; el no saber como serán las cosas se me hace doloroso e irresistible.
Me fui hace casi seis meses, y ya no se cómo es vivir allá. Ya no se cómo es habitar una casa enclavada en una calle urbana, o caminar por Maira y luego dar la vuelta en Infante hacia la panadería. Ya no se cómo es esa casa de paredes naranjas y ventanas que miran los tejados. Ya no se como es tomar la micro en la esquina de Bilbao y Miguel Claro. Ni tampoco se cómo es llegar y encontrarme con la Trufa que maúlla hambrienta al caer la tarde.

Mientras estuve acá aprendí ver a través del cielo nublado la primera estrella de la tarde y adivinar la escarcha en la mirada de los animales. Aprendí a esperar al borde de la carretera mientras amanece y se enciende el frío en las manos; a que pase la lluvia para salir afuera y emprender la marcha. Aprendí a esperar, a tener calma cuando todo se detiene y nada sucede, así no más.


Ahora se que la lluvia puede venir con cualquier viento, pero que el sur siempre trae intenso frío seco que hiela todo. Y se que los pequeños corderos sobreviven a la helada aunque nazcan en pleno invierno, y que a Paildad no hay recorrido de micros ningun día de la semana. Se también que la amistad puede nacer entre mate y mate compartido, o entre palabras dichas al calor de la estufa que evapora la eterna lluvia; Se que en Queilen el mar se abre a los vientos y se vuelve infinito hasta que rompe bajo el Corcovado, y que el camino en bus desde Chonchi demora más de una hora porque recoge escolares, profesores, mujeres y hombres de campo que sólo cuentan con ese medio de transporte.

Y la ciudad... mi Santiago odiado y adorado. Todo lo que sabía acerca de vivir allá ha mutado. Vuelvo y debo aprender todo otra vez. Debo dibujar una nueva historia, inventar un desenlace o un comienzo, y trazar nuevos recorridos. Y no se, siento miedo y placer en este nuevo tiempo. Y mucho vértigo por un mundo que comienza, que recién se gesta. Aún en mi ausencia.

Ya vuelvo a la ciudad y no se si quiero. Tampoco se cuánto dure, sólo se que empieza y olvidé cómo era. Pero al menos el olvido permite inventarlo todo otra vez, y eso sólo puede ser un buen augurio. Igual que el canto del chucao.

4 de julio de 2007

Alqui, Tranqui y otros sonidos

Para llegar a Alqui, tuve que pasar antes por Lelbun, Agoni, Aytui, Pureo, Detico, Apeche, Paildad y Contuy. Embarcar en Queilen. Pasar frente al horizonte de Nepué. Respirar viento. Palpar la humedad marina de la brisa.
Para lleguar a Alqui tuve que embarcar de noche, portar un chaleco salvavidas, tocar el agua en movimiento, trepar alto hasta la cubierta uno.
Para llegar a Alqui tuve que mirar el mar desde el interior. Y acorazarme de gris y metal en pasillos estrechos y escaleras.
Para llegar, me sumergí en el aire dentro del agua aullando motores, generadores, sumbidos que ensordecen. Me senté entre personas casi desconocidas a compartir desayuno, motivados por la posibilidad de quebrarle la mano a toda la jerarquía, a los altos mandos con jinetas destacadas en los hombros.
Para llegar hubo risas y una noche bizarra, fuera de lugar y tiempo en la costanera de un pueblo con cuatro calles; hubo palabras e historias contadas desde la altura, desde castillo, por cubierta dos y tres, luego toldilla y, por que no, puente de mando.
Para llegar vimos como otros no llegaban, pues habían de descender en otras historias, en otras coordenadas.
Para llegar saltamos casi dos metros, hasta el bote descolgado de la altura del metalico gris del Cirujano.

Una vez allá, hubo que olvidarse de todo. Recorrido y viaje quedaron tristemente desnudados en experiencias para el bronce. Y vino la costa, la infinita orilla de distancias. Las palabras pronunciadas a media voz por vergüenza. Caminar subidas y bajadas, y sólo cruzarse con un alma. El viento dibujando la superficie del agua; barro en los zapatos; cuestas sinuosas, trineos y carretones en desuso.
Luego el encuentro con la tristeza. Tierra y mujer una sola vejez. Un sólo cuerpo angustiado, descascarado, derruido. Historias tejidas lejos de todo lo conocido. Al margen de las palabras y occidentales significados. Al margen de los códigos sanitarios, pero con toda la fuerza de un pasado que se empina en pilotes. Con todo el calor de un fogon hecho deshechos. Con todo el peso de fuertes manos recolectoras y tiempos nómades.
La vieja huerta ya no es cosa de darla vuelta. Habría que rehacer la historia para poder sembrar algo en esa tierra anestesiada. Pero igual se está rodeado de nacimientos y brotes. De calor animal, caricias y tacto.
Es posible horrorizarse y temer por doña Rosalía; es posible también abandonarse al bosque donde ella vive y muere, y ser una criatura sin tiempo, como ella. De pie sobre sus dos piernas llagadas. De pie sobre sus inmortales noventa y cuatro años. Respirando humo, asumiendo heridas y dolores. Perteneciendo a su Alqui. Negandose a pronunciar palabra que la deje al descubierto. Ingenuamente regalando su imagen al flash de la cámara. Olvidada casi por completo, a no ser por su hijo, o la salud institucional que cada tanto la visita para intentar darle forma en un dibujo coherente, y también saciarla de cuidados de otras manos, y sonidos de otras voces.

En algun momento se hace urgente la partida. El viaje de regreso demora entre fotos y tristes flashbacks. Nos vamos. Ha sido eso. Una sinopsis de una historia antigua, de una mujer antigua y su casa antigua. Lleva una herida antigua también; incurable quizás. Y nosotros no nos llevamos nada, salvo algunos pixeles y ciertas imagenes en la retina. Otra vez el olvido mientras Alqui y Rosalía van quedando siempre en la orilla. Al otro lado de la orilla.