1 de agosto de 2007

En Tránsito

Estoy de vuelta. Y no es para tanto. La verdad es que pensaba que iba a ser peor, un poco por el pronóstico del tiempo de mi propio micro clima… pero supero el aire un poco denso de mi angustia, el tráfico urbano de mi psiquis, la congestión de emociones en mi garganta, y finalmente transito por la ciudad.

Santiago no es un mal pronóstico en sí, sino la posibilidad de hundirse en la tristeza más profunda… Al presenciar todo lo que ya no es, y al recordar el chilote viento arremolinado, los amaneceres azules, blancos y rojos (parece patriotismo, pero en verdad son así), el mar constante, pequeño, inmenso, lleno y vacío, la lluvia mezclada con todo lo existente… y la pausa. La pausa de todo lo viviente; como si se tratase de un pacto hecho tácitamente al cruzar Chacao y deslizarse por las colinas amarillas y verdes, las pulli de Ten Ten y Cai Cai en su lucha atávica.

Y bueno, no nos salgamos de libreto. Santiago es hoy el asunto. Y como decía, no está nada mal. Mi casa cada vez se convierte en un lugar más amable. Tengo mucho espacio (y en realidad no es poco para Samuel y yo, y nuestra gata Trufa) y se agradece. Se parece levemente –aunque de otro modo- a la sensación de libertad que tenía al contemplar el mar desde la playa de Queilen. Y aunque el veterinario ya confirmó que pronto llegarán creo que cuatro nuevos gatos a la casa, como ando positiva no lo encuentro tan terrible… quizás cuando anden por ahí rompiendo las plantas, cambie de parecer. Pero para eso falta. Y mejor me concentro en el presente.

Andar en bicicleta sigue siendo la mejor forma de movilizarse en esta ciudad, aunque debo reconocer que he perdido el entrenamiento… mis piernas se estresan por unas cuantas cuadras. Pero afortunadamente el yoga me ayuda a alivianarlas… Supongo que pronto volveré a ser la misma.


Y Transantiago… uff no es tan terrible… o al menos a mí me ha tratado bien… incluso puedo ir a dejar y buscar al pequeño gigante sólo por un pasaje y tomando cuatro micros…Tampoco demoro más que antes.

En resumen. Nada tan terrible. Eso sí, se extraña a los amigos de otras latitudes. Y para que decir a la familia en otras latitudes. Pero la familia se extiende, crece y muta, y los amigos han prometido visitas, asi que a no desesperarse y seguir en tránsito.

15 de julio de 2007

Igual que Run Run

Ya me voy. Vuelvo al norte en unos días y todo es incertidumbre.

Este no saber me gusta y lo detesto. Como si fuera una droga que intento dejar pero me es vital; el no saber como serán las cosas se me hace doloroso e irresistible.
Me fui hace casi seis meses, y ya no se cómo es vivir allá. Ya no se cómo es habitar una casa enclavada en una calle urbana, o caminar por Maira y luego dar la vuelta en Infante hacia la panadería. Ya no se cómo es esa casa de paredes naranjas y ventanas que miran los tejados. Ya no se como es tomar la micro en la esquina de Bilbao y Miguel Claro. Ni tampoco se cómo es llegar y encontrarme con la Trufa que maúlla hambrienta al caer la tarde.

Mientras estuve acá aprendí ver a través del cielo nublado la primera estrella de la tarde y adivinar la escarcha en la mirada de los animales. Aprendí a esperar al borde de la carretera mientras amanece y se enciende el frío en las manos; a que pase la lluvia para salir afuera y emprender la marcha. Aprendí a esperar, a tener calma cuando todo se detiene y nada sucede, así no más.


Ahora se que la lluvia puede venir con cualquier viento, pero que el sur siempre trae intenso frío seco que hiela todo. Y se que los pequeños corderos sobreviven a la helada aunque nazcan en pleno invierno, y que a Paildad no hay recorrido de micros ningun día de la semana. Se también que la amistad puede nacer entre mate y mate compartido, o entre palabras dichas al calor de la estufa que evapora la eterna lluvia; Se que en Queilen el mar se abre a los vientos y se vuelve infinito hasta que rompe bajo el Corcovado, y que el camino en bus desde Chonchi demora más de una hora porque recoge escolares, profesores, mujeres y hombres de campo que sólo cuentan con ese medio de transporte.

Y la ciudad... mi Santiago odiado y adorado. Todo lo que sabía acerca de vivir allá ha mutado. Vuelvo y debo aprender todo otra vez. Debo dibujar una nueva historia, inventar un desenlace o un comienzo, y trazar nuevos recorridos. Y no se, siento miedo y placer en este nuevo tiempo. Y mucho vértigo por un mundo que comienza, que recién se gesta. Aún en mi ausencia.

Ya vuelvo a la ciudad y no se si quiero. Tampoco se cuánto dure, sólo se que empieza y olvidé cómo era. Pero al menos el olvido permite inventarlo todo otra vez, y eso sólo puede ser un buen augurio. Igual que el canto del chucao.

4 de julio de 2007

Alqui, Tranqui y otros sonidos

Para llegar a Alqui, tuve que pasar antes por Lelbun, Agoni, Aytui, Pureo, Detico, Apeche, Paildad y Contuy. Embarcar en Queilen. Pasar frente al horizonte de Nepué. Respirar viento. Palpar la humedad marina de la brisa.
Para lleguar a Alqui tuve que embarcar de noche, portar un chaleco salvavidas, tocar el agua en movimiento, trepar alto hasta la cubierta uno.
Para llegar a Alqui tuve que mirar el mar desde el interior. Y acorazarme de gris y metal en pasillos estrechos y escaleras.
Para llegar, me sumergí en el aire dentro del agua aullando motores, generadores, sumbidos que ensordecen. Me senté entre personas casi desconocidas a compartir desayuno, motivados por la posibilidad de quebrarle la mano a toda la jerarquía, a los altos mandos con jinetas destacadas en los hombros.
Para llegar hubo risas y una noche bizarra, fuera de lugar y tiempo en la costanera de un pueblo con cuatro calles; hubo palabras e historias contadas desde la altura, desde castillo, por cubierta dos y tres, luego toldilla y, por que no, puente de mando.
Para llegar vimos como otros no llegaban, pues habían de descender en otras historias, en otras coordenadas.
Para llegar saltamos casi dos metros, hasta el bote descolgado de la altura del metalico gris del Cirujano.

Una vez allá, hubo que olvidarse de todo. Recorrido y viaje quedaron tristemente desnudados en experiencias para el bronce. Y vino la costa, la infinita orilla de distancias. Las palabras pronunciadas a media voz por vergüenza. Caminar subidas y bajadas, y sólo cruzarse con un alma. El viento dibujando la superficie del agua; barro en los zapatos; cuestas sinuosas, trineos y carretones en desuso.
Luego el encuentro con la tristeza. Tierra y mujer una sola vejez. Un sólo cuerpo angustiado, descascarado, derruido. Historias tejidas lejos de todo lo conocido. Al margen de las palabras y occidentales significados. Al margen de los códigos sanitarios, pero con toda la fuerza de un pasado que se empina en pilotes. Con todo el calor de un fogon hecho deshechos. Con todo el peso de fuertes manos recolectoras y tiempos nómades.
La vieja huerta ya no es cosa de darla vuelta. Habría que rehacer la historia para poder sembrar algo en esa tierra anestesiada. Pero igual se está rodeado de nacimientos y brotes. De calor animal, caricias y tacto.
Es posible horrorizarse y temer por doña Rosalía; es posible también abandonarse al bosque donde ella vive y muere, y ser una criatura sin tiempo, como ella. De pie sobre sus dos piernas llagadas. De pie sobre sus inmortales noventa y cuatro años. Respirando humo, asumiendo heridas y dolores. Perteneciendo a su Alqui. Negandose a pronunciar palabra que la deje al descubierto. Ingenuamente regalando su imagen al flash de la cámara. Olvidada casi por completo, a no ser por su hijo, o la salud institucional que cada tanto la visita para intentar darle forma en un dibujo coherente, y también saciarla de cuidados de otras manos, y sonidos de otras voces.

En algun momento se hace urgente la partida. El viaje de regreso demora entre fotos y tristes flashbacks. Nos vamos. Ha sido eso. Una sinopsis de una historia antigua, de una mujer antigua y su casa antigua. Lleva una herida antigua también; incurable quizás. Y nosotros no nos llevamos nada, salvo algunos pixeles y ciertas imagenes en la retina. Otra vez el olvido mientras Alqui y Rosalía van quedando siempre en la orilla. Al otro lado de la orilla.

24 de junio de 2007

Recorridos

Hoy volví a viajar en camión, después de algunos años en que casi había olvidado como era. No fue algo planeado, simplemente el camino trajo uno hasta mí, y tuve que subir para poder viajar entre Agoní y Pío-Pío a ver a Elia y luego a Arquímedes, que me esperaban a pesar del clima.
El paisaje se ve distinto arriba de un camión, pues la ventana es ancha y la altura te empina sobre los bosques y los bajos rasados. Los minutos transcurren más lento, más al ritmo de la isla, donde las distancias son inmensas en espacio y en tiempo, y hay un momento para todo, sin importar cuanto se demore en llegar: finalmente hay un instante en que todo culmina, sin importar cuanto se haya tardado.
El silencio es posible dentro de la cabina; sin saber cómo, con el chofer se comparte un código que permite pasar el tiempo sin decir nada, como cuando viajas con un amigo de años con quien el silencio es parte del lenguaje entre ambos.
De todos modos cruzamos algunas palabras... el mal tiempo, los truenos y relámpagos del martes, la cosecha que se para cuando los puertos cierran. Me bajo en el cruce a Pío-Pío y él me pide que baje con cuidado, por la altura. Mutuamente nos deseamos suerte y se va hacia Detico en busca de su carga.
A mí me toca caminar unos pocos kilómetros hasta la posta, donde quedé de encontrarme con Arquímedes a conversar, y como tengo una estrella luminosa y grande, justo pasa Juanito en el furgón de la Municipalidad y en seis minutos recorre lo que yo hubiera demorado veinticinco en caminar.
Una hora más tarde sigue lloviendo; no tanto como en los días anteriores, pero igual hace frío y corre viento. Arquímedes me trajo hasta la garita -amable como siempre, tanta gente acá- y aquí espero otro camión, camioneta o bus, si pasa, que me lleve hasta Queilen a seguir con mis entrevistas.
El tiempo se detiene un instante mientras la fina lluvia se recuesta sobre el pavimento. Nadie pasa y sólo cabe la espera que hace posible la existencia de todo: la siembra, el escampado, el reencuentro, la atención médica...
Chiloé es así un espacio y un tiempo de espera, de calma, de paciencia. Un espacio al que no cualquiera pertenece, y una calma de la que no cualquiera se empapa.

Así las cosas espero en la garita. Me urge llegar a Queilen a hablar con Macarena, la Sra. Angélica y más tarde, Gonzalo. Me urge llegar, pero nadie pasa y espero al alero de la garita, intentando teñirme de chilota calma, de paciente espera ...

18 de junio de 2007

A partir de Contuy (con el permiso del Sr. Lihn)

Contuy está a un costado del Estero Paildad, al frente de la localidad que lleva el mismo nombre.
Salimos tarde para allá, alrededor de las 10 y media, pues ultimamente las salidas a ronda son siempre así. Al llegar la gente lleva horas esperando y mira con ojos serios la llegada del equipo de salud, que ha demorado mucho más de lo necesario. A veces ni las quejas delatan la tensión de la espera; sólo ese gesto cansado en la mirada y un leve aire a reproche que flota en el ambiente.

Hoy es un día lleno de una luz amarilla y espesa que se refleja en el camino, en la escarcha, en el estero. Por el camino viene gente que busca atención médica de algún tipo, y nos saludan con amabilidad, sonrientes, esperanzados quizás.

Y es una esperanza que viene tal vez de dónde. La misma esperanza que se distingue en la consulta médica, cuando el paciente llega a preguntar por su dolencia y se entrega de cuerpo entero al médico. Se deja tocar, auscultar e interpretar. Se convierte por voluntad propia en una pregunta sin respuesta conocida y delega en el médico la responsabilidad de hallar contestación al enigma. ¿Será que se nos olvidó que somos dueños de nuestro cuerpo? ¿Será que nos olvidamos o que nunca tuvimos en nuestras manos ese conocimiento enigmático que tantas veces es la enfermedad? Ese cuerpo extraño del que no tenemos noticia ni memoria y que nos supera en su respuesta. Esa dolencia que elegimos desconocer deliberadamente o por costumbre, como si al traspasarle a algún otro la responsabilidad y el conocimiento, nos liberaramos de experimentarla...
Alguna vez alguien dijo que la ignorancia nos hace libres; ¿Será acaso que necesitamos librarnos de la responsabilidad de ser nuestro propio cuerpo?

Sí, en parte hemos elegido ser pregunta. En parte nos hemos permitido ser el último rincón conocido del planeta. Y hemos cultivado la costumbre de no entender. Y un miedo a ese cuerpo nuestro hecho de celulas, procesos químicos y estructuras desconocidas e inombrables. Hemos accedido a la transacción que la salud institucional nos ha propuesto, de empeñar nuestro autoconocimiento en pos de una cómoda ignorancia, en pos de ojalá no hacer preguntas, ni rebelarnos frente al tratamiento indicado, ni presentar síntomas inclasificables...


¿Será acaso reversible?

30 de mayo de 2007

Hay otras islas

Esta mañana me detuve frente a la costa y descubrí qué es lo que más amo del mar. Miré lejos y palpé su inmensidad, su vasta superficie liquida. Y supe que amaba esa inmensidad, esa calma, y su porte inconmovible, que me eleva allá lejos. Muy lejos. Tan sólo en una mirada.

Hoy estuve en Acui. Lloviznaba y me senté sobre el esqueleto de un antiguo lanchón fúnebre, despanzurrado, guarida de pequeñas aves marinas. Lentamente escampó y comenzaron a oírse risas de niños, graznidos, ladridos y aleteos. Corrió suave viento. El mar yació inmóvil y sedoso, aun quieto, aún inmenso.

Para llegar aquí navegamos mar adentro un tiempo desconocido. La línea de la costa apareció en medio de la niebla como una ballena dormida, la misma que halló Simbad en medio del océano. Al varar bajamos los pertrechos, y la lancha verde que nos había traído se fue dejándonos a nuestra suerte. La sede habilitada como Estación Médico Rural, era una pena. Oscura, triste y sucia. Y desprovista casi completamente de instalaciones para apoyar las atenciones de salud que la ronda realiza en sus visitas.

De a poco comenzó a llegar gente. En su mayoría de edad mayor y niños. Esta vez nos acompañaba un médico, y la voz se corrió rápidamente por las casas de las 18 familias que habitan esta pequeña isla… Cuenta la historia que en el origen llegaron aquí tres o cuatro matrimonios que decidieron quedarse, y que el total de familias que hoy habitan aquí proviene de las sucesivas uniones que tuvieron lugar entre sus descendientes…

La sede apenas tiene un box, o más bien, una salita con puerta y camilla. Ni baño, ni estufa, ni sillas para esperar. Y los pacientes llegan y llegan, en búsqueda de atención, de alivio o de escucha.
Como no hay lugar, improviso una entrevista en un pasillo de la escuela hoy vacía. Claudia me cuenta que varios en su familia son diabéticos, y eso equivale a decir que varios en la isla lo son, o al menos podrían llegar a serlo por heredad.

Al terminar aún queda tiempo y me voy hacia la punta este de la playa. En el kilómetro de ida y vuelta que recorro, retomo todas mis viejas aficiones; mis vicios de exploradora ermitaña. Y fotografío aves, botes, redes, rocas y huellas en la arena; recojo pequeñas piedras transparentes que inmortalizo en mis bolsillos o quizás en la mano de alguien; camino por la orilla metiendo los zapatos al agua; vago con la mirada itinerando entre horizonte y sucesos cotidianos que probablemente sólo a mí me interesan.
Frente a la escuela un hombre “achica” el agua de su bote varado, usando un tubo de goma y un palo con una suerte de tapón adherido a la base. Desconozco el invento, pero prueba su eficiencia escupiendo gruesos chorros de agua que horadan la arena. Cuando termina su tarea, se detiene silencioso a observar la lancha de carabineros que nos ha transportado: fibra de vidrio, cabina techada, gran motor fuera de borda… el sueño del pibe, o del hombre de mar al menos, el que pesca con red, o bucea con hoocka en un pesado y hermoso bote de madera sin tiempo.

A la vuelta, llueve finamente otra vez. Han sido varias horas y en la lancha flota un silencio cansado mientras navegamos de vuelta a Queilen.
El ronroneo del motor permite el trance; mi vista en el horizonte permite tu recuerdo.
En un salto despierto a la arena, hemos vuelto.

20 de mayo de 2007

El hallazgo

Nos fuimos por la ruta 5. Jaime me recogió en la rotonda y partimos en dirección al sur, por esta carretera que más bien parece un camino local atravesando casas, bosques, escuelas y sembrados. Llovía bastante, aunque a ratos; como siempre acá en la isla.
En el cruce a Díaz Lira entramos por un camino sinuoso, angosto y embarrado. Cruzamos un río, atravesamos colinas, yuntas de bueyes, antiguas casas abandonadas. De a poco yo también me abandonaba… a la luz difusa, a los bosques de nalcas, al brillo acuático del estero Paildad.
Llegamos temprano a Díaz Lira. El furgón aún no aparecía y estacionamos. Bajamos cuidadosamente por una caminito pedregoso; hacía frío y después de unos cien metros llegamos hasta la escuela, aparentemente vacía. En la cocina estaba la Sra. Guillermina calentando agua para el almuerzo de los 11 chicos de entre 1º y 6º básico que estudian ahí. Nos ofreció agüita de melisa, pan amasado, mermelada de mora y buena conversa. Y la mañana se deslizó por mi lengua entre hierbas y moras, entre palabras nuevas, entre secretos dichos al vapor de la cocina.
El furgón demoró mucho en llegar y las llaves de la sede también tardaron. No había casi nadie y quizás el estado de la posta era a la vez explicación y prueba de ello: falta de lugares privados donde ver a los pacientes, una estufa apagada, un baño al que me recomendaron no entrar…
No había nadie para conversar conmigo, y Jaime sólo tuvo que ver a dos pacientes. Nos fuimos de nuevo, ahora hacia Pureo, aún más hacia la costa, aún más hacia la orilla del Paildad, aún más hacia toda la lluvia y el frío. Y llegamos por la playa, pero literalmente. Emergimos con auto y todo desde la orilla marina hacia la tierra. Como un Caleuche con cuatro ruedas, puertas y metales.
Al llegar a la posta las ví. Como una aparición o como una puerta a otro mundo; uno diminuto, misterioso, inconcebible. Por largo rato no pude dejar de mirarlas, en una especie de éxtasis colorido. Y pensar que antes las pensé solo en fantasías, en dibujos animados, en libros. Y estaban finalmente cercanas y ocultas para ser así descubiertas de improviso, en medio de una tarde lluviosa bajo un par de pinos en la posta de Pureo. Las callampas rojas. Enormes, incendiadas, blancuzcas, gordas, planas y jorobadas. Altas, bajas, dobles, triples y naranjas. Redondas, ovaladas, enanas, largas, quebradas e inocentes. Y venenosas, muy venenosas, según me avisó la alarmada profesora de la escuela, situada al frente de la posta, cuando vio que yo me quedé hipnotizada mirando a las vegetales criaturas, cuando vio que me acerqué y alejé mil veces, y me hinqué a su lado y las olí y las observé sin ocultar todo mi asombro.
Cuando por el frío dejé de sentir mis manos, entré a la posta. En una cocina caliente y cómoda la señora del paramédico me dio a comer y beber ganso asado y mate amargo, y también pan y queque, al calor de historias y relatos.
Un rato después llegó el resto del equipo y fuimos hasta el salón de la posta, a una reunión de salud organizada con motivo de la ronda. El lugar estaba lleno de gente esperando atención médica, que inmediatamente hizo silencio cuando comenzó la reunión. Uno de los temas fue Benito y cómo ayudarlo a reunir dinero para poder atender su problema al corazón. Muchos lo conocían, y otros quizás no, de tiempos remotos en que a caballo llegaba a atender enfermos por la mitad del bosque; pero señoras y caballeros coincidieron en que lo importante era darle ayuda, sin importar si lo conocían. Simplemente necesitarla ya lo hacía merecedor de ese apoyo que entre todos y cada uno podían darle.
Más tarde hablé con algunos enfermos en una salita fría e iluminada que me prestó Alejandro, el paramédico, y la tarde transcurrió rápido, tal vez demasiado, entre subjetividades y objetivaciones de enfermedades modernas que extrañamente pertenecen a este entorno.
A las 15:15 me fui de Pureo. Matrona, nutricionista, medico, psicóloga, enfermera, y dentista se quedaron atendiendo por turnos en box y salitas; yo tenía que volver al norte sin demora.
Eloy me llevó en el furgón hasta la carretera y esperó hasta que un bus pasó y se detuvo. Subí y me acomodé mirando hacia la costa. Aun quedaban lugares que mirar en mi retorno
hacia Castro: bosques, lagunas, vientos, aves.


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14 de mayo de 2007

Pío Pío


Antes de venir aquí no imaginaba posibles estos nombres. Pertenecen a una existencia por completo distante a la mía, a la aprendida. Emergen como sonidos, como imágenes, como ritmos… y muy lento adquieren un significado inclasificable. Paradójico ¿no?

Hace algunos días caminé de mañana por la carretera, exhalé vapor y me detuve a mirar vacunos que entre atónitos y resignados esperaban el derretimiento de los hielos eternos. Cada bus, camión y auto impulsó en mí una ráfaga fría e insistente, me hizo temblar y luego me dio vacío. Caminé por la berma, sudé a pesar del frío, crucé miradas con aves y otros animales.

A las 8 y media me recogieron. Un furgón dorado pálido: color y marca medio de moda acá en la isla… (¿O algún monopolio automotriz?). Partimos hacia el sur, por esa costa interior que ya empiezo a reconocer entre oleajes quietos y altas mareas lunares, entre islas y más islas trepadoras del horizonte.

Me siento en la ventana. Detrás de mí, Jaime y Alejandra hablan de todo y nada; cada tanto agrego una risa o algún comentario sin importancia. En la radio suenan cumbias y rancheras… recuerdo una amiga y el genial tema de investigación que empezó pero nunca terminó… como tantos de nosotros. Continuamos camino a Pío-Pío.

Al llegar la historia es parecida a otras. Saludo a Arquímedes, que no es otro que el técnico que conocí una vez en Lelbun, el que meticulosamente ordenó los medicamentos en una mesa y luego los echó en cada paquetito sin omitir nombre ni dosis. Vive en la posta, lo que sin duda le ha traído más complicaciones de las que quisiera, pues a pesar del estricto horario que ha publicado en la ventana del lugar, los enfermos llegan a cualquier hora e incluso los borrachos lo visitan a veces con piedras e insultos sin nombre ni motivo. Él es amable y ceremonioso, y su lugar está hecho de infinidad de objetos, todos perfectamente ordenados, útiles y limpios.
Bebemos unos mates alrededor de la estufa, en su impecable cocina. Luego cada uno a lo suyo. Yo, que ya me voy comportando cada vez más como una más en la salud institucional, me aguacho en un box y empiezo a probar suerte. Y como el universo parece estar de mi lado, nuevamente hay quienes quieren hablar conmigo; con esta chica intrusa, tan blanca, de tristes ojos azules… ¿Qué verán cuando me ven?
Prosperino, Barbarita y Normandina quisieron mostrarse. Hablamos. Algunos me invitaron a visitarlos a sus casas otro día, mientas yo deletreaba en silencio P-í-o-P-í-o. ¿Qué lugar es este? ¿Cómo diablos un lugar llega a llamarse así? ¿Qué historia arrastra un nombre que es un sonido?

La entrevistas terminan para mí: se acaban mis quince minutos de fama pues el box tiene que usarlo la matrona. Es que para eso vinieron estas personas, para que se les permita asumir el rol de pacientes, para que ocurra la entrega del cuerpo y la misteriosa respuesta a las dolencias en alguna píldora ovalada y azul o roja pequeñita.


Salgo afuera. Son la una de la tarde y la escarcha continúa inamovible. Soy vapor, soy ojos, soy una mano que escribe y declara. Tomo fotografías, salgo al camino y luego vuelvo a la cocina: a los mates largos, al “pan de casa”, a las conversas de fin de jornada. Alguien me cuenta que Benito, a quien conocí en Agoní, tuvo hace un par de días un pre infarto al perseguir a un caballo arrancado…
Me pregunto si habrá tomado sus remedios. Quizás fueron demasiados
.

13 de mayo de 2007

Territorios


Era una mañana azul, límpida, gélida, y allá al fondo, tras Lemuy, se adivinaba la línea de la cordillera apenas dibujada entre la neblina rezagada. El Bus pasó como a las siete y media; éramos los pasajeros de siempre, acurrucados en los asientos con los abrigos hasta las orejas. Me senté en un asiento vacío y cerré los ojos tanteando la intensidad de mi cansancio… en vez de dormir un poco más, escogí abrir mi libro en La Tarde Mirando Pájaros de Carlos Cerda, y leí entre miradas afuera a esa mañana fría y neblinosa, con el sol apareciendo blanco y suave tras densas nubes bajas como en la película sol de medianoche, que tanto me impresionó cuando la vi siendo una niña.
Cuando pasó el auxiliar le pedí que me parara en Agoní, en la posta. “¿usted sabe donde queda?” le pregunté esperanzada, pues yo apenas tenía algunas referencias. Pagué $800 y respondió que no me preocupara, que él me avisaría.
Seguí atravesando historias y colinas, el sol trascendió las nubes iluminando de costado los bosques de tepas, coigues, lumas y canelos. Los animales apenas despertando, bufaron su aliento vaporoso sobre el pasto escarchado. Y el bus ahora más lleno, se detenía cada tanto a recoger escolares, profesores, gente mayor.
De pronto el bus se detuvo más largo; una fila de pasajeros bajó pacientemente y partimos de nuevo. Vi en una colina varias personas caminando hacia una casa blanca y supe que esa era la posta y que el auxiliar había olvidado avisarme… corrí a preguntarle y unos doscientos metros mas allá bajé para volver caminando, celebrando poder mirar todo con la luz nueva de la mañana. Por el borde del camino vi un piño de ovejas rascando pastito escarchado y huyeron en cuanto mi presencia se les tornó una amenaza. Avancé más, hasta llegar a una capilla abandonada, di la vuelta y allí estaba la posta rural de Agoní, lleno su pequeño salón de mujeres y hombres tomando lugar para esperar, buscando un lugar alrededor de la estufa a leña, aún apagada. Pregunté por Benito, el técnico paramédico, y enseguida lo ví: un hombre de edad media, con una bata blanca y de aspecto amable. Retiraba el carnet de salud de los pacientes que en esa mañana habían ido en busca de atención médica de algún tipo.
Nos saludamos y le conté que venía a conversar con algunos enfermos crónicos, enfermos de diabetes o hipertensión, los que quisieran y pudieran hablar conmigo acerca de sus enfermedades. Con solemnidad me hizo pasar a un box médico; una salita que constaba de una camilla, un escritorio con dos sillas y una estufa eléctrica que encendió para calentar el lugar. Luego salió y dijo en voz alta –para la concurrencia- lo mismo que yo le había contado, el motivo de mi visita. Ahí entré en pánico, me sentía como en el pacífico occidental, vestida de blanco, con botas y cucalón. O sea, todas las estrategias de acceso, todas las aprensiones hacia el mismo sistema médico institucional y su impersonalidad, puestas en práctica de una vez y yo ¡sin la posibilidad de reaccionar!
Acaté mi cometido y supuse que nadie entraría a hablar con esta intrusa, hasta que la Sra. María me preguntó si ella podía. Con visible asombro la hice pasar y llena de pudor y rodeos le conté porque yo estaba ahí. Le pregunté además si le importaba que grabara nuestra conversación, todo de una… y así acabé de sentirme miserable. Ella mientras, no acusaba recibo de mis sentimientos; aparentemente era un privilegio poder estar ahí hablando de lo que sentía con alguien que manifestaba interés y le preguntaba cosas que quizá ningún medico, enfermero o nutricionista se había dignado preguntarle sobre su experiencia con su enfermedad.
Así fue también con don Juan y Ana, que entraron después a ver si ellos también podían hablar conmigo: Nunca imaginé que mis informantes me buscarían voluntariamente, quizá ávidos de contarle a alguien su dolencia, movidos por la curiosidad o tal vez apiadados de una joven a quien no conocían ni en pelea de perro.
Cuando terminé las entrevistas, Benito me avisó que en la cocina me esperaba agua caliente para un café y obediente fui hasta allá. Había una mesa puesta con esmero, el agua caliente prometida, café, pan amasado y mermelada. Me indicó una silla al lado de la cocina a leña y que por favor me sintiera en mi casa, que el tenía que tomar la presión antes de que llegara la Ronda.
Y ahí quedé, con mis patitas heladas al calor del fuego, bebiendo a sorbos un café caliente y comiendo pan con mermelada de mora. Me sentí afortunada.
Al rato llegó Aglaya y Karen con la ronda médica, y la mañana se llenó de actividad con todos los pacientes: algunos resfriados, también ancianos y niños a la espera de sus alimentos, y una chica con una presunta apendicitis. Los “crónicos” ya se habían ido ante la noticia de que hoy no habría médico ni enfermero.
Me despedí de Benito que no se detuvo en toda esa mañana y quedé de venir a conversar con él un día miércoles. Salí de la posta a esperar el bus, que ya no tardaría.
Eran veinte para las dos cuando pasó. Subí e hice adiós hacia la posta y un par de manos respondieron mi gesto. Aun hacía frío aunque había un hermoso sol sin velos alumbrando desde el cenit. El bosque y los animales seguían ahí, el camino sinuoso y la gente subiendo y bajando, también. A lo lejos divisé la línea nevada de la cordillera: el michimahuida y el corcovado destacando en altura y presencia. Tomé mi libro y me puse a leer Última Cena de Collyer. El bus marchaba hacia Castro, donde Samuel me esperaba en un rato más.