30 de mayo de 2007

Hay otras islas

Esta mañana me detuve frente a la costa y descubrí qué es lo que más amo del mar. Miré lejos y palpé su inmensidad, su vasta superficie liquida. Y supe que amaba esa inmensidad, esa calma, y su porte inconmovible, que me eleva allá lejos. Muy lejos. Tan sólo en una mirada.

Hoy estuve en Acui. Lloviznaba y me senté sobre el esqueleto de un antiguo lanchón fúnebre, despanzurrado, guarida de pequeñas aves marinas. Lentamente escampó y comenzaron a oírse risas de niños, graznidos, ladridos y aleteos. Corrió suave viento. El mar yació inmóvil y sedoso, aun quieto, aún inmenso.

Para llegar aquí navegamos mar adentro un tiempo desconocido. La línea de la costa apareció en medio de la niebla como una ballena dormida, la misma que halló Simbad en medio del océano. Al varar bajamos los pertrechos, y la lancha verde que nos había traído se fue dejándonos a nuestra suerte. La sede habilitada como Estación Médico Rural, era una pena. Oscura, triste y sucia. Y desprovista casi completamente de instalaciones para apoyar las atenciones de salud que la ronda realiza en sus visitas.

De a poco comenzó a llegar gente. En su mayoría de edad mayor y niños. Esta vez nos acompañaba un médico, y la voz se corrió rápidamente por las casas de las 18 familias que habitan esta pequeña isla… Cuenta la historia que en el origen llegaron aquí tres o cuatro matrimonios que decidieron quedarse, y que el total de familias que hoy habitan aquí proviene de las sucesivas uniones que tuvieron lugar entre sus descendientes…

La sede apenas tiene un box, o más bien, una salita con puerta y camilla. Ni baño, ni estufa, ni sillas para esperar. Y los pacientes llegan y llegan, en búsqueda de atención, de alivio o de escucha.
Como no hay lugar, improviso una entrevista en un pasillo de la escuela hoy vacía. Claudia me cuenta que varios en su familia son diabéticos, y eso equivale a decir que varios en la isla lo son, o al menos podrían llegar a serlo por heredad.

Al terminar aún queda tiempo y me voy hacia la punta este de la playa. En el kilómetro de ida y vuelta que recorro, retomo todas mis viejas aficiones; mis vicios de exploradora ermitaña. Y fotografío aves, botes, redes, rocas y huellas en la arena; recojo pequeñas piedras transparentes que inmortalizo en mis bolsillos o quizás en la mano de alguien; camino por la orilla metiendo los zapatos al agua; vago con la mirada itinerando entre horizonte y sucesos cotidianos que probablemente sólo a mí me interesan.
Frente a la escuela un hombre “achica” el agua de su bote varado, usando un tubo de goma y un palo con una suerte de tapón adherido a la base. Desconozco el invento, pero prueba su eficiencia escupiendo gruesos chorros de agua que horadan la arena. Cuando termina su tarea, se detiene silencioso a observar la lancha de carabineros que nos ha transportado: fibra de vidrio, cabina techada, gran motor fuera de borda… el sueño del pibe, o del hombre de mar al menos, el que pesca con red, o bucea con hoocka en un pesado y hermoso bote de madera sin tiempo.

A la vuelta, llueve finamente otra vez. Han sido varias horas y en la lancha flota un silencio cansado mientras navegamos de vuelta a Queilen.
El ronroneo del motor permite el trance; mi vista en el horizonte permite tu recuerdo.
En un salto despierto a la arena, hemos vuelto.

20 de mayo de 2007

El hallazgo

Nos fuimos por la ruta 5. Jaime me recogió en la rotonda y partimos en dirección al sur, por esta carretera que más bien parece un camino local atravesando casas, bosques, escuelas y sembrados. Llovía bastante, aunque a ratos; como siempre acá en la isla.
En el cruce a Díaz Lira entramos por un camino sinuoso, angosto y embarrado. Cruzamos un río, atravesamos colinas, yuntas de bueyes, antiguas casas abandonadas. De a poco yo también me abandonaba… a la luz difusa, a los bosques de nalcas, al brillo acuático del estero Paildad.
Llegamos temprano a Díaz Lira. El furgón aún no aparecía y estacionamos. Bajamos cuidadosamente por una caminito pedregoso; hacía frío y después de unos cien metros llegamos hasta la escuela, aparentemente vacía. En la cocina estaba la Sra. Guillermina calentando agua para el almuerzo de los 11 chicos de entre 1º y 6º básico que estudian ahí. Nos ofreció agüita de melisa, pan amasado, mermelada de mora y buena conversa. Y la mañana se deslizó por mi lengua entre hierbas y moras, entre palabras nuevas, entre secretos dichos al vapor de la cocina.
El furgón demoró mucho en llegar y las llaves de la sede también tardaron. No había casi nadie y quizás el estado de la posta era a la vez explicación y prueba de ello: falta de lugares privados donde ver a los pacientes, una estufa apagada, un baño al que me recomendaron no entrar…
No había nadie para conversar conmigo, y Jaime sólo tuvo que ver a dos pacientes. Nos fuimos de nuevo, ahora hacia Pureo, aún más hacia la costa, aún más hacia la orilla del Paildad, aún más hacia toda la lluvia y el frío. Y llegamos por la playa, pero literalmente. Emergimos con auto y todo desde la orilla marina hacia la tierra. Como un Caleuche con cuatro ruedas, puertas y metales.
Al llegar a la posta las ví. Como una aparición o como una puerta a otro mundo; uno diminuto, misterioso, inconcebible. Por largo rato no pude dejar de mirarlas, en una especie de éxtasis colorido. Y pensar que antes las pensé solo en fantasías, en dibujos animados, en libros. Y estaban finalmente cercanas y ocultas para ser así descubiertas de improviso, en medio de una tarde lluviosa bajo un par de pinos en la posta de Pureo. Las callampas rojas. Enormes, incendiadas, blancuzcas, gordas, planas y jorobadas. Altas, bajas, dobles, triples y naranjas. Redondas, ovaladas, enanas, largas, quebradas e inocentes. Y venenosas, muy venenosas, según me avisó la alarmada profesora de la escuela, situada al frente de la posta, cuando vio que yo me quedé hipnotizada mirando a las vegetales criaturas, cuando vio que me acerqué y alejé mil veces, y me hinqué a su lado y las olí y las observé sin ocultar todo mi asombro.
Cuando por el frío dejé de sentir mis manos, entré a la posta. En una cocina caliente y cómoda la señora del paramédico me dio a comer y beber ganso asado y mate amargo, y también pan y queque, al calor de historias y relatos.
Un rato después llegó el resto del equipo y fuimos hasta el salón de la posta, a una reunión de salud organizada con motivo de la ronda. El lugar estaba lleno de gente esperando atención médica, que inmediatamente hizo silencio cuando comenzó la reunión. Uno de los temas fue Benito y cómo ayudarlo a reunir dinero para poder atender su problema al corazón. Muchos lo conocían, y otros quizás no, de tiempos remotos en que a caballo llegaba a atender enfermos por la mitad del bosque; pero señoras y caballeros coincidieron en que lo importante era darle ayuda, sin importar si lo conocían. Simplemente necesitarla ya lo hacía merecedor de ese apoyo que entre todos y cada uno podían darle.
Más tarde hablé con algunos enfermos en una salita fría e iluminada que me prestó Alejandro, el paramédico, y la tarde transcurrió rápido, tal vez demasiado, entre subjetividades y objetivaciones de enfermedades modernas que extrañamente pertenecen a este entorno.
A las 15:15 me fui de Pureo. Matrona, nutricionista, medico, psicóloga, enfermera, y dentista se quedaron atendiendo por turnos en box y salitas; yo tenía que volver al norte sin demora.
Eloy me llevó en el furgón hasta la carretera y esperó hasta que un bus pasó y se detuvo. Subí y me acomodé mirando hacia la costa. Aun quedaban lugares que mirar en mi retorno
hacia Castro: bosques, lagunas, vientos, aves.


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14 de mayo de 2007

Pío Pío


Antes de venir aquí no imaginaba posibles estos nombres. Pertenecen a una existencia por completo distante a la mía, a la aprendida. Emergen como sonidos, como imágenes, como ritmos… y muy lento adquieren un significado inclasificable. Paradójico ¿no?

Hace algunos días caminé de mañana por la carretera, exhalé vapor y me detuve a mirar vacunos que entre atónitos y resignados esperaban el derretimiento de los hielos eternos. Cada bus, camión y auto impulsó en mí una ráfaga fría e insistente, me hizo temblar y luego me dio vacío. Caminé por la berma, sudé a pesar del frío, crucé miradas con aves y otros animales.

A las 8 y media me recogieron. Un furgón dorado pálido: color y marca medio de moda acá en la isla… (¿O algún monopolio automotriz?). Partimos hacia el sur, por esa costa interior que ya empiezo a reconocer entre oleajes quietos y altas mareas lunares, entre islas y más islas trepadoras del horizonte.

Me siento en la ventana. Detrás de mí, Jaime y Alejandra hablan de todo y nada; cada tanto agrego una risa o algún comentario sin importancia. En la radio suenan cumbias y rancheras… recuerdo una amiga y el genial tema de investigación que empezó pero nunca terminó… como tantos de nosotros. Continuamos camino a Pío-Pío.

Al llegar la historia es parecida a otras. Saludo a Arquímedes, que no es otro que el técnico que conocí una vez en Lelbun, el que meticulosamente ordenó los medicamentos en una mesa y luego los echó en cada paquetito sin omitir nombre ni dosis. Vive en la posta, lo que sin duda le ha traído más complicaciones de las que quisiera, pues a pesar del estricto horario que ha publicado en la ventana del lugar, los enfermos llegan a cualquier hora e incluso los borrachos lo visitan a veces con piedras e insultos sin nombre ni motivo. Él es amable y ceremonioso, y su lugar está hecho de infinidad de objetos, todos perfectamente ordenados, útiles y limpios.
Bebemos unos mates alrededor de la estufa, en su impecable cocina. Luego cada uno a lo suyo. Yo, que ya me voy comportando cada vez más como una más en la salud institucional, me aguacho en un box y empiezo a probar suerte. Y como el universo parece estar de mi lado, nuevamente hay quienes quieren hablar conmigo; con esta chica intrusa, tan blanca, de tristes ojos azules… ¿Qué verán cuando me ven?
Prosperino, Barbarita y Normandina quisieron mostrarse. Hablamos. Algunos me invitaron a visitarlos a sus casas otro día, mientas yo deletreaba en silencio P-í-o-P-í-o. ¿Qué lugar es este? ¿Cómo diablos un lugar llega a llamarse así? ¿Qué historia arrastra un nombre que es un sonido?

La entrevistas terminan para mí: se acaban mis quince minutos de fama pues el box tiene que usarlo la matrona. Es que para eso vinieron estas personas, para que se les permita asumir el rol de pacientes, para que ocurra la entrega del cuerpo y la misteriosa respuesta a las dolencias en alguna píldora ovalada y azul o roja pequeñita.


Salgo afuera. Son la una de la tarde y la escarcha continúa inamovible. Soy vapor, soy ojos, soy una mano que escribe y declara. Tomo fotografías, salgo al camino y luego vuelvo a la cocina: a los mates largos, al “pan de casa”, a las conversas de fin de jornada. Alguien me cuenta que Benito, a quien conocí en Agoní, tuvo hace un par de días un pre infarto al perseguir a un caballo arrancado…
Me pregunto si habrá tomado sus remedios. Quizás fueron demasiados
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13 de mayo de 2007

Territorios


Era una mañana azul, límpida, gélida, y allá al fondo, tras Lemuy, se adivinaba la línea de la cordillera apenas dibujada entre la neblina rezagada. El Bus pasó como a las siete y media; éramos los pasajeros de siempre, acurrucados en los asientos con los abrigos hasta las orejas. Me senté en un asiento vacío y cerré los ojos tanteando la intensidad de mi cansancio… en vez de dormir un poco más, escogí abrir mi libro en La Tarde Mirando Pájaros de Carlos Cerda, y leí entre miradas afuera a esa mañana fría y neblinosa, con el sol apareciendo blanco y suave tras densas nubes bajas como en la película sol de medianoche, que tanto me impresionó cuando la vi siendo una niña.
Cuando pasó el auxiliar le pedí que me parara en Agoní, en la posta. “¿usted sabe donde queda?” le pregunté esperanzada, pues yo apenas tenía algunas referencias. Pagué $800 y respondió que no me preocupara, que él me avisaría.
Seguí atravesando historias y colinas, el sol trascendió las nubes iluminando de costado los bosques de tepas, coigues, lumas y canelos. Los animales apenas despertando, bufaron su aliento vaporoso sobre el pasto escarchado. Y el bus ahora más lleno, se detenía cada tanto a recoger escolares, profesores, gente mayor.
De pronto el bus se detuvo más largo; una fila de pasajeros bajó pacientemente y partimos de nuevo. Vi en una colina varias personas caminando hacia una casa blanca y supe que esa era la posta y que el auxiliar había olvidado avisarme… corrí a preguntarle y unos doscientos metros mas allá bajé para volver caminando, celebrando poder mirar todo con la luz nueva de la mañana. Por el borde del camino vi un piño de ovejas rascando pastito escarchado y huyeron en cuanto mi presencia se les tornó una amenaza. Avancé más, hasta llegar a una capilla abandonada, di la vuelta y allí estaba la posta rural de Agoní, lleno su pequeño salón de mujeres y hombres tomando lugar para esperar, buscando un lugar alrededor de la estufa a leña, aún apagada. Pregunté por Benito, el técnico paramédico, y enseguida lo ví: un hombre de edad media, con una bata blanca y de aspecto amable. Retiraba el carnet de salud de los pacientes que en esa mañana habían ido en busca de atención médica de algún tipo.
Nos saludamos y le conté que venía a conversar con algunos enfermos crónicos, enfermos de diabetes o hipertensión, los que quisieran y pudieran hablar conmigo acerca de sus enfermedades. Con solemnidad me hizo pasar a un box médico; una salita que constaba de una camilla, un escritorio con dos sillas y una estufa eléctrica que encendió para calentar el lugar. Luego salió y dijo en voz alta –para la concurrencia- lo mismo que yo le había contado, el motivo de mi visita. Ahí entré en pánico, me sentía como en el pacífico occidental, vestida de blanco, con botas y cucalón. O sea, todas las estrategias de acceso, todas las aprensiones hacia el mismo sistema médico institucional y su impersonalidad, puestas en práctica de una vez y yo ¡sin la posibilidad de reaccionar!
Acaté mi cometido y supuse que nadie entraría a hablar con esta intrusa, hasta que la Sra. María me preguntó si ella podía. Con visible asombro la hice pasar y llena de pudor y rodeos le conté porque yo estaba ahí. Le pregunté además si le importaba que grabara nuestra conversación, todo de una… y así acabé de sentirme miserable. Ella mientras, no acusaba recibo de mis sentimientos; aparentemente era un privilegio poder estar ahí hablando de lo que sentía con alguien que manifestaba interés y le preguntaba cosas que quizá ningún medico, enfermero o nutricionista se había dignado preguntarle sobre su experiencia con su enfermedad.
Así fue también con don Juan y Ana, que entraron después a ver si ellos también podían hablar conmigo: Nunca imaginé que mis informantes me buscarían voluntariamente, quizá ávidos de contarle a alguien su dolencia, movidos por la curiosidad o tal vez apiadados de una joven a quien no conocían ni en pelea de perro.
Cuando terminé las entrevistas, Benito me avisó que en la cocina me esperaba agua caliente para un café y obediente fui hasta allá. Había una mesa puesta con esmero, el agua caliente prometida, café, pan amasado y mermelada. Me indicó una silla al lado de la cocina a leña y que por favor me sintiera en mi casa, que el tenía que tomar la presión antes de que llegara la Ronda.
Y ahí quedé, con mis patitas heladas al calor del fuego, bebiendo a sorbos un café caliente y comiendo pan con mermelada de mora. Me sentí afortunada.
Al rato llegó Aglaya y Karen con la ronda médica, y la mañana se llenó de actividad con todos los pacientes: algunos resfriados, también ancianos y niños a la espera de sus alimentos, y una chica con una presunta apendicitis. Los “crónicos” ya se habían ido ante la noticia de que hoy no habría médico ni enfermero.
Me despedí de Benito que no se detuvo en toda esa mañana y quedé de venir a conversar con él un día miércoles. Salí de la posta a esperar el bus, que ya no tardaría.
Eran veinte para las dos cuando pasó. Subí e hice adiós hacia la posta y un par de manos respondieron mi gesto. Aun hacía frío aunque había un hermoso sol sin velos alumbrando desde el cenit. El bosque y los animales seguían ahí, el camino sinuoso y la gente subiendo y bajando, también. A lo lejos divisé la línea nevada de la cordillera: el michimahuida y el corcovado destacando en altura y presencia. Tomé mi libro y me puse a leer Última Cena de Collyer. El bus marchaba hacia Castro, donde Samuel me esperaba en un rato más.